No es poesía ver la carne transpirar

Mardi Grasa, 23 de Donniembro, 13.45 (hora del Pacífico)

Querido Diario:

Allí, petrilacficada en el medio de mi salita de estar, recorrí con mis globos oculares el recinto que supo verme feliz en algún momento que parecía hoy tan lejano. Cuando finalmente la movilidad regresó a mis miembros inferiores, caminé la salita, recogí viejas revistas "Burda" y acomodé almohadones de pluma de ganso sobre la poltrona de mimbre. Sin duda necesitaría tiempo para volver a llamar a esto mi hogar.

Lentamente fui desplazándome por toda la casa. La creí vacía, dado que cada cuarto al que me aventuraba me devolvía la misma imagen de abandono y desolación. Supuse que Tramonta se hubiere ido, ya consciente de que mi decisión abandónica no era un capricho sino una determinación firme. Sin enverga, llegada a la cocina (del estilo kirchnerét americana, con barra desayunadora y brava) me di cuenta de que no estaba sola: Allí estaba EL, en todo su oscuro esplendor. Aún no había notado mi presencia y por un segundo dudé si no sería mejor huír antes de que se percate de mi existencia corpórea. Jauéver, los bríos instalados en mí desde la estancia en The Cardals habíanme enseñado que la huída es para los cobardes y esputulé un "Ehhmmm.." al mejor estilo Rettorta con catarro.

Simultáneamente, Tramonta giró su humanidad toda y sus ojos inyectados en sangre se clavaron en los míos. Jamás hubiera hubiera creído posible presenciar la aberrante escena que se desplegaba ante mis ojos. Me di cuenta finalmente que Tramonta se había entregado a los placeres de la carne, y acariciaba entre sus manos una colita de cuadril rellena. Tal fue el impacto, que mi mirada se clavó en ese carnil exhudante de romero y micaelas dejándome ignota y atontada. Incapaces ambos de proferir palabra, se dejó caer sobre el banquito dejándome ahora ver la escena que endetrás se desarrollaba: una rolliza mujer, de generosas dimensiones y amplia sonrisa me miraba con sus aporcinados ojillos al tiempo que rellenaba una tripa gorda de un masacote cárnico rosáceo. Sonreía. Acariciaba los chorizos que íbanse formando al tiempo que le daba pedal a la maquinola trituradora. Ataba esa eterna tripa con piolines formando chorizos parrilleros con una destreza falángica digna de Bruno Gelber. Suaves. Eternos. Etéreos.

Miré fijamente a Tramonta y en sus ojos leí una disculpa implícita. No quedaban dudas de su próximo accionar. Recogió a su carnicera, acomodó su tira de chorizos a modo de collar haguaiano round his neck, y se despidió de mí en un silente "adiós".

Tomé una de las tacitas de Porcel Ana, quien generosamente me había regalado un juego con rositas barrocó para mi primer matrimonio y sorbí un té de ruda macho. Minutos después, escuché la puerta. Y luego... silencio. Apoyé mi tacita en el fregadero y miré a través del ventanal hacia el patio. El sol se estaba poniendo y poniendo estaba la gansa. Mañana será un nuevo día y dará comienzo a lo que espero sea una vida mas feliz.

N.A. Foto "Butcher Woman" de F. Martinez